Por fin, después de tantas ofertas
desechadas, me atrevo a embarcarme en busca de bonitos. Un poco osado para uno
que se marea en el metro, pero dicen que este año es un lujo porque están
pescando cerca, así que no toca madrugar mucho y a las siete ya estamos
saliendo por el Abra.
Un día precioso, los acantilados de la Gálea,
son un bonito espectáculo con la brisa en la cara, que pronto hacen que se me
olvide el miedo al mareo. Tratado en palmitas, por los otros cuatro
experimentados boniteros, yo me dejo hacer y sigo todas las recomendaciones. Siéntate
ahí, no te enfríes, comete estas magdalenas. ¡Hace falta ser pardillo! Mira que
venir con un café y una única galleta en el estómago.
Al de poco más de una hora, se comienza
a meter gasolina al motor, que si un bocadillo de carne, que si un poco de
pate, y un poco más de tinto. Yo estaba en la gloria, viendo delfines, ballenas
y catando las viandas que llegaban hasta mis manos. Se comienzan a preparar las
cañas- que son mucho más cortas que lo que me imaginaba- y unos señuelos de
colores vivos y lacitos que no se cómo pueden confundirlos con comida.
En la costera del bonito unos y otros
se escuchan – cuando les interesa- a través de la radio. Como con las setas, todos mienten. Unas
cuarenta embarcaciones a la vista utilizando claves para que no se sepa dónde están
pescando. ¡Si lo único que hay que hacer es sacar la cabeza y mirar donde están
realmente! Coordenadas en diferido que no se enteran ni ellos, no pescan o si
lo hacen no donde dicen que lo han hecho. Un auténtico peñazo, pero parece que
hay que ir con la radio puesta.
En el momento que suena la carraca del
carrete, larga y seca. Llega la revolución. Comienzan las ordenes tranquilas
pero con decisión. Recoge la línea de alado para que no se enrede. Tensa, frena…Cuando
piensan que se ha escapado, la cara de desilusión de unos y la mirada cómplice
de los otros dos. Yo creía que les tiraban por la borda, hasta el estallido de alegría
con el nuevo tirón.
Cuando el pez está a la vista, la instrucción
clara de acelerar el velero para que no se meta debajo del casco. Esperando el
momento de que el bonito este junto al barco, el tercero en discordia le clava
un gancho amarrado en una vara gruesa de avellano y solo le queda deslomarse
para subirlo al barco. En la bañera, un golpe o más, para que no sufra. Caras
de satisfacción entre risas, hablando de milagros.
Pues al final, parece que hace falta
mucha gente para esto de la pesca. Uno para manejar el velero, otro para las
cañas, un tercero para usar el gancho y subir el bonito, el cuarto para dar de
comer y beber a la tropa y el quinto para sacar las fotos.
De regreso, al de diez horas, llego el
terrible mareo. Dos malas horas pero todo termina bien y consigo entrar en
puerto recuperada la voz.