Entre risas, como chiquillos, quedando en la muga de los municipios colindantes para poder compartir unas buenas viandas y quitar la morriña de la distancia con los allegados sin incumplir las medidas impuestas.
Términos de pandemia que se usan para limitar lo
que hasta hace menos de un año nos parecían derechos fundamentales: la libertad de
movimiento y la libertad de reunión. Cuando los límites para llegar a casa eran
autoimpuestos por la edad o lo bien que nos lo estuviéramos pasando y no por los
toques de queda, que por cierto, algo
bueno han traído. Ahora estamos todos puntuales, para la hora de la cena.
A todo nos acostumbramos. Te dicen que no puedes
reunirte más de cuatro personas, que a las diez en casa y que no salgas de Bilbao
y lo asumes. Poco a poco, lo asimilas, al cobijo de nuestras casas, sin bares, sin celebrar los
cumpleaños con los amigos, sin ir a ver a la madre porque no quieres saltarte
el confinamiento perimetral.
Hasta que un día, unos valientes para unos y unos inconscientes para otros, deciden desmantelar las medidas impuestas por los sabios de la
pandemia – los del LABI (Larrialdiei Aurregiteko Bidea) que hasta se
saltan sus propias restricciones- desbaratando el plan de acción propuesto por
el Gobierno Vasco para atajar la tercera ola del coronavirus. No será la última.
Los magistrados contradiciendo a los políticos, mermando su credibilidad. Los jueces del tribunal superior de justicia: Héroes
en las tabernas y villanos en los servicios médicos. El reconocimiento de media
población y el odio eterno de la otra.
Si a un sector como la hostelería se les permite
abrir, porque entienden que no son los responsables de la nueva oleada de contagio…
¿Qué es lo que impide saturar la justicia para reclamar que dejen jugar a
nuestros hijos a la pelota, a ir a San Mames, a viajar… y volver a trabajar
como antes?
El miedo que se nos ha incrustado durante estos
once meses, bombardeándonos con los más de dos millones de
muertos.
Algún día lo contaremos y no nos lo creeremos.
Esperemos, que todo nos parezca un mal sueño
del que no se hable más, dejándolo zanjado en algún rincón oscuro de nuestro
cerebro que nos protege de nosotros mismos, ocultándonos nuestros recuerdos traumáticos.