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martes, 21 de febrero de 2017

Eolo el titiritero


Somos unos privilegiados en manos de las tormentas.  En estas últimas semanas, nos hemos pasado todo el día pendiente de las previsiones meteorológicas. Como unas marionetas manipuladas por el mismísimo Eolo.


La partida desde Bilbao, previsible, anunciada, pero segura.

Siempre dicen, que los despegues - con los motores a máxima potencia- son mejores que los aterrizajes. Así que no quiero saber cómo se les quedo el cuerpo a los que vinieron la noche anterior.

El piloto con mucha sorna, después del mensaje: ¨Tripulación de cabina cerramos puertas, armamos rampas y cross check¨, nos informa muy animado:

¨El tiempo está tontorrón y para evitar un coscorrón, es importante que nos atemos bien fuerte el cinturón.¨

La señora de alado, que estaba pálida y a punto de arrancar el apoyabrazos de lo que lo apretaba, me empezó a hablar del ganchillo. Yo estaba preocupado, pensando en que ojala sea mejor piloto que haciendo rimitas, por lo que tardé en entender a que se refería con lo de: ¨ Que inteligente el Comandante, haciendo que se tranquilicen las azafatas. Sí es que relaja mucho hacer crochet¨, pero no le saque de su error a la buena señora, porque enseguida comenzamos a dar bandazos dentro de la cabina.

 

En destino, la tormenta de arena. Ululante. Borra toda referencia física e incluso el tiempo. Son dos largos días de mal dormir y mal estar.


Casi sin poder ir de la caseta de la habitación, a la cantina.  Cuando nos creemos acostumbrados, no hay hueco donde no entre la arena. Aparece una luz naranja intensa, el silencio invade la sala.

 

Al abrirse la puerta interior, aparece bajo el chorro de luz el rostro de un compañero, impregnado de arena, como un espectro, diciendo un seco: “No se puede salir. Hay que esperar”.




¿La evidencia del cumplimiento de alguna presunta profecía?  El cielo se teñirá de fuego y el aire se hará irrespirable.

Me entran serias dudas de si podré salir a tiempo. A mí solo me apetece un whisky con agua - como lo tomaba mi abuela- te permite pensar y no deja resaca.

Una risa incontrolable, me impide seguir escribiendo. No sé porque se empeñan en decirme que no me gusta el whisky y en ponerme trabas con los aviones.





jueves, 9 de febrero de 2017

Probando el invento de Igor Sikorsky


Hoy me desperté con ganas de escribir, lo que no sabía es que terminaría haciéndolo esta noche. El viento es insoportable en la isla y la vibración de los compresores me masajea el cuerpo en la cama. No hay quien duerma. Así que paso a escribir las andanzas, ya que: El hombre propone, y Dios dispone.



Al final, la experiencia de volar en helicóptero, empezó antes de lo que esperaba. Debido a las malas previsiones meteorológicas, se alinearon todos los astros, para que en lugar de recuperarme en un hotel de lujo, milagrosamente se pulverizasen las mejores expectativas de mi posible llegada a la isla. Resignación.

Los previos, en el hangar de helicópteros, no fueron agradables. Demasiados controles, pero el que más les preocupa es la balanza.  Un yankee monstruoso, de 150 kilos hace que rocemos el sobrepeso, por lo que alguna bolsa se queda en tierra. Entre los 15 bultos, solo hay una maleta y es la mía.

La cara de los otros pasajeros: desidia, aburrimiento, vamos un total desinterés. Yo como siempre, intentando pasar desapercibido. Cuando nos toca embarcar,  tratando de imitar al resto. Un perfecto Vicente. Como si estuviera todo el día yendo y viniendo de plataforma en plataforma. Primero coger tapones, luego hacer una fila. Colocarse el chaleco salvavidas. Control de documentación final y para la pista. Todos otra vez en fila. Ruido, aire. Subí expectante.  Manando a borbotones por mi cerebro mis experiencias al límite, con las avionetas de los últimos años.


Una grata sorpresa, es un despegue dulce, controlado. ¡Que vistas! Toda la paleta de colores en la costa de Abu Dabi, gracias a los cambios de vegetación marina y profundidad de las aguas. Un espectáculo. Los otros 14 pasajeros dormidos. Yo con la nariz pegada a la ventana, sin perder detalle del documental del National Geografic que tenía ante mis ojos.

Antes de perder la consciencia, el piloto nos avisa del inicio del descenso. Todos comienzan a salir de su letargo. Yo solo veo agua y un puntito en la lejanía. El puntito se va haciendo cada vez más grande y terminamos aterrizando  en una plataforma petrolífera de los japoneses. Como si fuera un autobús de línea, se baja uno en su parada. Cuando nos dan el ok para volver a despegar, el piloto dice que dos más fuera. Por sobrepeso ya que hay limitaciones  para aterrizar en la siguiente plataforma, así que a los más despiertos nos bajan. El yankee, seguro que haciéndose el dormido.

 


En esa media hora de espera, te da que pensar, en mitad de la nada. Si no se acuerdan de volver a por ti, otra bonita experiencia.  Pero como siempre, todo se arregla. No se olvidaron de nosotros y a continuar mirando por la ventana del helicóptero. ¡Que pasote!  Aguas poco profundas del archipiélago, con los arrecifes de coral y los manglares. Como en las películas.  Lástima que las cámaras de fotos estén prohibidas.

¿Y os preguntareis como es mi isla? Pues parece más un pantalán. Pero menudos amaneceres. Por cierto, el baño y la pesca prohibidos.