En el hotel, no tenían constancia de nuestra
reserva.
La escapada podría haber comenzado mejor. Unas pocas viandas (Chipirons
persillés, Pulpo tomato pesto, tartare de boeuf y burguer de canard) y nos cambia el humor. Buenos caldos en el Restaurante
Chistera et coquillages, enfrente del mercado. No es la
primera vez que vamos y por mí, repetiremos.
Ver a una gran dama, fumando pausadamente un
purito después de comer, tranquila, mientras saca pausadamente de su capazo el teléfono…
Cara sonriente y con historia. Ni parece que le haga falta la compañía. Está de vuelta y va siempre acompañada por dentro.
No puedo resistirme y aprovecho, pero no me vuelve a mirar, para
inmortalizar esa calma.
Es difícil ir a Biarritz y que tu subconsciente no
te haga hacer pensar en que es lo verdaderamente importante. Es un pueblo que como dice su emblema: tiene a
favor los vientos, las estrellas y el mar. Todo
parece mejor, hasta el COVID parece que les resbala.
Es lo que tienen los franceses,
se saben vender en las peores situaciones.
Tardare en olvidar la cara de la chica rusa de
porcelana, riéndose a carcajadas, ante el ridículo de su acompañante revolcado
por las olas, diciendo claramente que lo
había grabado todo. Hasta los imponentes rusos son derrotados por estos mares.
El atardecer hace ampliar la reunión: una religión
ante la puesta de sol. Todas las edades y toda la gama de vestidos. Me quedo con el
surfista con traje de neopreno con la tabla en la mano, inmóvil mirando al mar.
Pasan los minutos mientras cambian las tonalidades. El silencio y el
contraste con las aguas rompiendo en la arena. Cuando el sol es engullido, parece que
dan al "play" de la pelicula regresando el movimiento, el ruido. Nosotros rápidamente a la La
Trattoria des Arceaux, que ya comienza a ser una tradición.
Por cierto, como no podía ser de otra manera, también pecamos en el desayuno. No pueden
faltar los cruasanes o como dicen aquí croissants. Otro pequeño vicio de “la
flo”.