¡Pero sí se parece al Oeste! – Exclama mi sobrino emocionado,
cuando le muestro las vistas desde la ventana de mi apartamento, mientras
mantenemos una videoconferencia.
No le falta razón al chico. Las calles están desiertas, como antes
de un duelo del “Far West” y polvo, el que quieras. En esta época del año, andar a pleno sol es
todo un trabajo de por sí, - se ve algún coche despistado y los ciclomotores de
reparto de comida-, pero cuando coincide que el viento sopla del Golfo, es un
reto para titanes. Antes de cruzar la acera, ya estás empapado.
Por necesidad en cada cuadra, hay una fuente, las más modernas
refrigeradas. Tras la puesta de sol, tampoco es que la cosa mejore mucho, pero
la gente se anima, sobre todo a dar paseos cerca del mar con sus cálidas aguas,
que superan los 30ºC.
Kuwait es el único país del mundo que carece de agua dulce en
superficie, no tiene ni ríos, ni lagos ni fuentes. Antes subsistían gracias a
profundos pozos o por medio de barcos cisterna, que traían el agua desde el rio
(Shaatt al Arab , se forma al unirse el
Tigris y mi querido Éufrates) que hace de frontera entre Irán e Irak desembocando
en el Golfo Pérsico
Hay una gran oferta donde elegir entre barberías, bakalas, fruterías,
lavanderías y restaurante indios. De
este tipo de comercios, el barrio está repleto y he probado unos cuantos. No sé
cómo pueden subsistir. Además es muy difícil
elegir, porque desde fuera tienen parecidas condiciones higiénicas, pero una
vez que estás dentro…El trato es magnífico.
En los bakalas – más parecido a nuestros antiguos ultramarinos que
a un chino- , hay de todo, y lo que no tienen te lo consiguen con una instrucción
rápida al chico, que sale a la carrera. Desorganizado y sin precios, pero tiene
su encanto. Lo que más me llama la atención en las tiendas de comestibles del
barrio son los sacos de arroz (5,10, 18,20, 36 Kg). Continuo buscando alguno
adecuado para mi corta estancia.
Cuando las greñas -no se puede llamar melena- me incomodaron lo
suficiente, me decidí a ir a la barbería más cercana. La experiencia no fue
mala, aunque un poco extraña.
Al barbero, le llamaron por teléfono y tras una breve mirada de aceptación
por mi parte, pensando que sería algo ligero para tomar algún recado, colocó el
teléfono en la repisa apuntando hacia nosotros.
Ni corto ni perezoso, me enseñó primero a toda su familia que estaba a
4000 km. Luego se emocionaron los del otro lado del mar o estaban muy aburridos
y mi corte de pelo se convertido en un acto social, retrasmitido a nivel
internacional. Hicieron pasar a vecinos,
que saludaban a la cámara diciendo algo al americano. El barbero se crecía,
todo orgulloso, haciendo ver lo impórtate que era su local, mostrándome como un
trofeo,
Cuando el “Bilbaíno de Pro” -que llevo dentro- intento sacarles de
su error, fue el momento de recibir el toque certero de todo buen peluquero,
para que bajara la cabeza y me arreglara la nuca. Ciertamente: A quién del otro
lado, le podría interesar donde había nacido el que estaba en la silla del
barbero bajo el filo de la navaja. No creo que se me olvide tan fácil, las
risas de los niños a miles de kilómetros, mientras me hacia el masaje en el
cuero cabelludo, haciendo pedorretas con las manos.
Si es que hoy en día, con esto del internet y los teléfonos inteligentes,
estamos todo el día comunicados, hasta
en estos barrios perdidos de la mano de Dios.