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martes, 22 de noviembre de 2022

Singapur, la ciudad de los leones.

Una pequeña ciudad estado construida en plena selva, donde confluyen el pasado colonial y la arquitectura moderna. Jardines muy cuidados en los que campan orgullosos, los gallos salvajes multicolores.

Consiguen, a base de altos impuestos y alguna que otra multa, que los ciudadanos y visitantes nos portemos bien. Controlan el tráfico, el ruido y la basura. Una colilla en el suelo, un escupitajo o un chicle, la primera infracción, te puede salir por unos mil euros. Seguro que las normas básicas, se aprenden fácil.  Así que las calles tienen una limpieza exquisita, lo que contrasta con el suelo del “Long Bar del Raffles” - según Victoria -mi cicerone en mi primera visita a este país- el “ultimate luxury hotel” del mundo-, con su alfombra de cáscaras de cacahuetes.

Las maderas nobles, la exuberante vegetación y la arquitectura del hotel te transportan a una plantación tropical, lleno de pequeños detalles, hasta con la servidumbre con su turbante, a la entrada. Posiblemente el único lugar de Singapur donde está bien visto tirar algo al suelo. Una excentricidad que ahora imitamos los que estamos de paso.

Por cierto, me encanta la máquina mezcladora de cocktails de la barra, lo que me da una idea de la producción bestial que tenían en esa época, así que me dejo aconsejar y no dejo pasar la oportunidad de probar el Singapore Sling , una mezcla pensada para señoras a las que le gustaba la ginebra, pareciendo que se estaban  tomando, un inofensivo zumo de frutas.



Como estamos por trabajo, me lleva a ver “solo” lo imprescindible, aunque parece que hay cientos de cosas interesantes por ver, pero la impresión de mi primera y espero no última visita, es como ir a una ciudad del futuro. Vamos, nada más llegar y me quedo sin palabras. Parece que estoy dentro de una película espacial. Gardens by the Bay, con los “super árboles” que se recargan durante el día y a la noche, se encargan de hacernos disfrutar de un espectáculo de luz y sonido, sincronizando las luces con canciones conocidas. Además, hay que destacar que es gratis. Algo que no me esperaba para nada, en esta carísima ciudad.

En cuanto al museo nacional, me sorprende que, con tanta historia relacionada con la guerra y la invasión japonesa, además de las relaciones con el opio, la zona que está llena y con colas no sea la de la historia reciente, sino la exposición de Doraemon. Una forma más sutil de colonización, más acorde a nuestros días.

 

Nos alojamos junto a la Orchard Road, una gran avenida arbolada que concentra alguna de las tiendas y centros comerciales más famosos de la ciudad, por lo que ahora está sobrecargada de luces navideñas. Seguro que me hubiera gustado más, cuando era una super plantación de orquídeas en lugar de centros comerciales.  Aunque para temas de hoteles, la recomendación es la tradición del Brunch , en el “ The Fullerton Hotel” difícilmente se me podrá olvidar el Sunday Bruch acompañado continuamente con la viuda. Una gran señora.

 


Paseo por la bahía, con bonitas vistas de los edificios emblemáticos, para realizar otro de los imprescindibles, la foto con la estatua del “Merlion”, medio pez medio león.

En cuanto a la recomendación gastronómica, no tengo duda. Acorde a mi presupuesto, las ancas de rana picantes - dried chilli frog-  del Satay by the Bay. En los pequeños puestos, que disponen de fotos para que sea fácil. Pides en un local y te sientas en las mesas que están colocadas en las inmediaciones. Los famosos Hawkers Centers.









Volveré, hay mucho que ver...


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