Hay que manifestar cosas chivas, güey. - Escucho apenas pongo un pie en la gloriosa Terminal 1 de la Ciudad de México. Esa reliquia con pasillos bajos y oscuros que parece diseñada para que nadie llegue relajado.
Cuando sea más
mayor – aún más-, quiero ser “vacacionista”, me encanta el termino y que todo
me resbale.
Volábamos con
“Viva”, que parece que tiene la promesa de mantenernos en forma. Empezamos bien,
en busca de la sala bussiness de sala en sala y luego a la hora de embarque de puerta
en puerta y cada vez imponiendo más ritmo. La tarjeta de embarque decía puerta
7. Lo nuestro fue -con todo el cansancio de cruzar el charco- un juego de niños:
De la 7 a la 19, luego más rápido a la 12, otra vez a la 7 a paso ligero,
después la 10... y por fin, entre risas algunos, yo ya no podía correr, salimos
por la: la puerta 7. Un recorrido que bien podría contar como el deporte del
día y sin empezarlo ya que eran las cinco de la mañana. Lo que hace por
nosotros Viva y su misterioso plan de salud preventiva.
Aprovechamos
la mañana en Mérida para hacer lo que se debe hacer: sudar antes de las 10
a.m., comprar chiles, visitar a uno de los numerosos museos y brindar con una
margarita terapéutico.
En el
Mercado Lucas de Gálvez, José Luis, el embajador no oficial del chile, nos
regaló una receta exprés: chile de árbol, manteca de cerdo, cebolla pochada… y
a gozar, dice que pica como si tuviera cuentas pendientes. De otro puesto,
atendido por una chica encantadora cuyo nombre se nos escapó, nos llevamos,
chile morita y chipotle. ¡Como me huele la chamarra!
Visita
relámpago al Museo de la Ciudad de Mérida —porque no todo puede ser pasear.
Aquí hay aire acondicionado y se agradece el reposo. Francisco de Montejo “El
Mozo” fundó Mérida en 1542 sobre las ruinas de T’ho, ciudad maya. Vieron
semejanzas con las ruinas romanas de Mérida española y dijeron: “pues ya está”.
Lo demás es historia más reciente: haciendas, henequén y latifundios impresionantes.
Al salir
buscando un bar. No llegamos, ¡Que calor !. Pagamos como gringos el agua
embotellada a precio de cerveza. La mañana continua en busca del aperitivo con
mi todavía poco conocido compañero de viaje, brindábamos por los ausentes, con
margaritas terapéutico. Por cierto, una metedura de pata para enmarcar, pero
eso es otra historia, cosas de pareja.
Durante los
cuatro días llueve todas las tardes, una hora exacta de tormenta tropical, como
reloj suizo. Después, el sol regresa… junto con la sensación de estar envuelto
en una toalla caliente.
Recomendación
gastronómica: La semana fue intensa, es un verdadero paraíso para comer, muy
buenas mesas, pero si tengo que quedarme con un lugar, ese es Yerba Santa.
Según Vere —la ambiental— es un sitio “fifí”. No sé bien qué significa, pero una
vez visto, elegante, con secretos a medio descubrir y precios altos, de los que
hacen sudar al ver la cuenta.
Nos atendió
María, una mesera encantadora, en lo que fue la antigua casa de un médico que
vendía chicle, con minarete incluido. Se empeñó en aclarar que nada tenía que
ver con el mundo árabe. Y que más dará.
Los
imprescindibles, el “Ceviche Balam”: con humos y un punto dulce. Una delicia y
visualmente bonito. Y el mejor plato del viaje “Mole Zoque (36 elementos)”:
Pechuga de pato sellada poco hecho, perfumada con flores de tomillo, acompañada
de mole semidulce, risotto al queso de Chiapas, aguacate, queso de hebra y
cremoso de zanahoria. Una locura. $644 que valen cada bocado.
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