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sábado, 16 de agosto de 2025

Mérida paraiso gastronomico

 Hay que manifestar cosas chivas, güey. -  Escucho apenas pongo un pie en la gloriosa Terminal 1 de la Ciudad de México. Esa reliquia con pasillos bajos y oscuros que parece diseñada para que nadie llegue relajado.



Cuando sea más mayor – aún más-, quiero ser “vacacionista”, me encanta el termino y que todo me resbale.

Volábamos con “Viva”, que parece que tiene la promesa de mantenernos en forma. Empezamos bien, en busca de la sala bussiness de sala en sala y luego a la hora de embarque de puerta en puerta y cada vez imponiendo más ritmo. La tarjeta de embarque decía puerta 7. Lo nuestro fue -con todo el cansancio de cruzar el charco- un juego de niños: De la 7 a la 19, luego más rápido a la 12, otra vez a la 7 a paso ligero, después la 10... y por fin, entre risas algunos, yo ya no podía correr, salimos por la: la puerta 7. Un recorrido que bien podría contar como el deporte del día y sin empezarlo ya que eran las cinco de la mañana. Lo que hace por nosotros Viva y su misterioso plan de salud preventiva.



Aprovechamos la mañana en Mérida para hacer lo que se debe hacer: sudar antes de las 10 a.m., comprar chiles, visitar a uno de los numerosos museos y brindar con una margarita terapéutico.   

En el Mercado Lucas de Gálvez, José Luis, el embajador no oficial del chile, nos regaló una receta exprés: chile de árbol, manteca de cerdo, cebolla pochada… y a gozar, dice que pica como si tuviera cuentas pendientes. De otro puesto, atendido por una chica encantadora cuyo nombre se nos escapó, nos llevamos, chile morita y chipotle. ¡Como me huele la chamarra!

Visita relámpago al Museo de la Ciudad de Mérida —porque no todo puede ser pasear. Aquí hay aire acondicionado y se agradece el reposo. Francisco de Montejo “El Mozo” fundó Mérida en 1542 sobre las ruinas de T’ho, ciudad maya. Vieron semejanzas con las ruinas romanas de Mérida española y dijeron: “pues ya está”. Lo demás es historia más reciente: haciendas, henequén y latifundios impresionantes.

Al salir buscando un bar. No llegamos, ¡Que calor !. Pagamos como gringos el agua embotellada a precio de cerveza. La mañana continua en busca del aperitivo con mi todavía poco conocido compañero de viaje, brindábamos por los ausentes, con margaritas terapéutico. Por cierto, una metedura de pata para enmarcar, pero eso es otra historia, cosas de pareja.



Durante los cuatro días llueve todas las tardes, una hora exacta de tormenta tropical, como reloj suizo. Después, el sol regresa… junto con la sensación de estar envuelto en una toalla caliente.

Una de esas noches, de vuelta al hotel, nos encontramos con una ceremonia maya improvisada. Inauguraban los nuevos salones y no faltó el sacerdote con hisopo y agua bendita. Solo podía imaginarme la cara de Ama viendo ese espectáculo: mezcla de perplejidad y carcajada contenida.

Recomendación gastronómica: La semana fue intensa, es un verdadero paraíso para comer, muy buenas mesas, pero si tengo que quedarme con un lugar, ese es Yerba Santa. Según Vere —la ambiental— es un sitio “fifí”. No sé bien qué significa, pero una vez visto, elegante, con secretos a medio descubrir y precios altos, de los que hacen sudar al ver la cuenta.



Nos atendió María, una mesera encantadora, en lo que fue la antigua casa de un médico que vendía chicle, con minarete incluido. Se empeñó en aclarar que nada tenía que ver con el mundo árabe. Y que más dará.

Los imprescindibles, el “Ceviche Balam”: con humos y un punto dulce. Una delicia y visualmente bonito. Y el mejor plato del viaje “Mole Zoque (36 elementos)”: Pechuga de pato sellada poco hecho, perfumada con flores de tomillo, acompañada de mole semidulce, risotto al queso de Chiapas, aguacate, queso de hebra y cremoso de zanahoria. Una locura. $644 que valen cada bocado.









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