Salgo de casa con el corazón encogido, tres años después, malas noticias en
la cuadrilla y el cansancio de Castro Urdiales. Vuelo movido, mal viaje de ida,
devolviendo, turnándome con el sobrecargo. Vamos cuerpo y alma tocados.
Para colmo, viaje largo, con escala de casi seis horas en Ciudad de México.
Para cortarse las venas. En la sala business, pasando el rato con un par de
chavales argentinos. Yo, hablando sobre lo que conocía de su país y lo bien que
lo habíamos pasado, con sus parrillas y buenos caldos. Hay que pasar el rato.
Muy normal todo, hasta que empiezo a notar que la gente se le acerca a pedirle,
a uno de ellos, fotos.
Yo, como si nada, le suelto un:—¿Pero tú eres famoso o qué?
Se ríe y me dice: —Un poco.
Me cuenta que es músico, “pero de jóvenes… en América”, pero que no le
conoceré porque en Europa aún no ha hecho gira. Me dice su nombre, me suena a Rasputin en chino, pero por si acaso lo escribo —lo que entiendo— para preguntar a los
hijos. Al final, me escribe el nombre: Rusherking, como para acertar eso. Y,
cómo no, en casa le conocen. Les hace ilusión que lo reconozcan hasta en
Bilbao. Cuando se marcha, me entra la curiosidad y lo busco… Y sí, tiene
millones de seguidores. Muy buen tipo, la verdad. Cosas que solo te pasan en
los aeropuertos.
Ya en el norte de México. Otro calor. Buscando sombras.
Ahora entiendo lo del sombrero del mariachi… No es solo estilo: es para hacerse
sombra.
Me dicen que cuanto más grande el sombrero, mejor canta el charro. No sé si
será cierto, pero con este sol lo entiendo perfectamente.
Días de mucho trabajo, como siempre, pero con la suerte de que las noches
en Mexicali estuvieron tranquilas. Parece que los malos gastaron la munición y
no les quedaba para esta semana, y eso nos permitió cenar fuera varias veces.
Buen ambiente, buena comida… y alguna que otra escena digna para el recuerdo.
Como la del
trío calavera, la última noche en Mexicali: el bilbaíno, el venezolano y el
italiano —al que he decidido bautizar como Bruno (parece majo, el transalpino),
¡el del “L’acqua marcisce i pali!” en el restaurante Cabanna.
Al americano
se le ocurre arrancarse con “Las Mañanitas”. Y antes de que me endilguen a mí
el cumpleaños, me uno al canto como buen bilbaíno con espíritu de mariachi. El
pobre Bruno, rojo como un tomate, aguantando con dignidad el ridículo, donde el
entusiasmo superaba con creces a la afinación. Y justo cuando pensaba que ya no
podía estar más incómodo, le rodean los camareros y llega el trozo de pastel
con una vela de fuegos artificiales. Casi me meo de la risa. Bruno quería
desaparecer y nosotros queríamos que no se acabara nunca.
Al final del
viaje, cuando ya pensaba que volvíamos a casa… sorpresa: se amplía el trabajo,
pero en solitario como en los viejos tiempos. Ahí es donde me doy cuenta de lo
bien que vivía antes. La libertad de organizarme a mi aire, de avanzar rápido
sin esperar a nadie, y llegar hasta donde llego.
Como siempre,
hay alguna historia que contarte. En esta ampliación, estaba claro que yo no
era bien recibido. Si es que a nadie le gustan las sorpresas en casa, y menos
las de los que vamos a meter el dedo en lo que está bien o creemos que se puede
mejorar. Pero la primera muestra, en el acceso:
—Atención
seguridad, puerta principal —se escucha por la radio. La típica voz que intenta
sonar urgente, aunque claramente no pasa gran cosa.
—Sí, ¿qué
sucede? —responden con voz distraída, por el walkie.
—Tengo una visita en el acceso principal, pero no trae ninguna identificación
—informa la vigilante, como si estuviera reportando algo grave.
Yo soy esa
visita.
Una pausa
incómoda, que dice más que cualquier protocolo.
—Por favor,
Casandra, descríbemelo. Lo conozco.
Y ahí empieza.
Sin asomarse,
sin mirarme, Casandra lanza la descripción al aire como quien intenta armar un
retrato hablado de memoria:
Varón, güero,
ojos de color.
El chofer me
mira por el retrovisor y va asintiendo, como validando punto por punto.
Pausa.
Me echa un
vistazo rápido.
Silencio
incómodo, lo que le hace seguir.
—Se ve alto,
con la barba arreglada… viene bien vestido, pero no como de chamba… no parece
problemático…
Y entonces
remata. Sin drama, sin crueldad. Solo constata, como quien reconoce un hecho
inevitable:
—…y mayor.
El chofer
suelta la carcajada sin disimulo:
—¡La
chingaste! ¡Con lo bien que íbamos…!
En las entradas a obra, los vigilantes se esmeran cuando hay visitas. No
tanto por nosotros, sino por el jefe que puede estar mirando. Así que montan el
numerito completo: preguntan, dudan, se ponen estrictos.
Al final, claro, me dejaron pasar. Pero mientras cruzábamos el portón, el
chofer seguía tronchándose de risa, y yo solo pensaba en lo de los ojos de
color…
En cuanto a la recomendación gastronómica, “Vinos tras Lupita” en Mexicali.
Se nos pasa el precio de la copa de vino y tomamos cerveza. Muy buen servicio,
las empanadas de la casa, ricas… pero si tengo que elegir un plato, me quedo
con la Tostada Lupita ($148). Nos la cambian para poder compartir más fácil la
tostada por tortillas. ¡Alucinante! Riquísimo el atún rojo fresco con salsa ponzu
de la casa, alioli de ajo-limón, cebolla crujiente y ajonjolí.
Cuando nos sacan la Costilla de Tamarindo, está bien, pero como no sabemos
qué es, preguntamos por el tamarindo.
“El que siembra tamarindos no come tamarindos.” Es lo que nos dice el
camarero, y reconoce que poca idea tiene, solo que tarda en dar fruto, pero que
se usa para todo. Al final vino con refuerzos, con el que sabía, y nos hace una
degustación del tamarindo (fruto de piel dura, dulce y agrio a la vez) con la
carne, en mermelada y, como más me gusta, después de pagar la cuenta, ¡disuelto
en mezcal!
Si es que en esta vida…¡Solo hay que preguntar!