Recién aterrizados, pasear por el desangelado y maltrecho centro de la
ciudad no resulta muy alentador. Es un domingo de comercios vacíos y calles
desiertas. Primavera y buen tiempo. Son las elecciones municipales. Los dos
bandos están en un empate técnico, y el temor a que la situación económica
empeore aún más, pesa en el ambiente. 
Menos mal que
terminamos en la alegre “isla” de la universidad: jardines bien cuidados,
familias patinando y risas. Sobre todo, nosotros. Nos reímos un rato con la competición de espadas de luz (inspirada en La Guerra de las
Galaxias).
Comer en la bonita terraza de La Cocina, en el barrio universitario de
Concepción, es un lujo. Aunque el camarero no nos advierte que estamos pidiendo
comida para el triple de comensales, lo cual nos evita aplicar la norma no
escrita del 10 % de propina. La opulencia de la comida sobre la mesa —camarones
crispy, trilogía de ceviches (mixto, de reineta con alcaparras, y de atún
tropiconce) y seis quesadillas mixtas (tres veggie y tres de chancho)—
contrasta con la realidad de la ciudad, mientras algunas miradas discretas y
tristes de los transeúntes nos acompañan. Al terminar de comer, además de
enfrentarnos a la gula y a la cara de decepción del mesero, salgo con una
lujosa caja de comida para llevar, con las salsas incluidas.
La idea la tengo clara, difícil elegir al
sintecho y como entrarle para no faltar al respeto. Mientras recorro los
escasos metros pensando como elegir las palabras, me entra alguna duda por si
hay desplantes. Solo con saludarle, se incorpora amablemente. El bulto
enrollado, con la mirada perdida, se convierte en persona:
—¡Y calentitas! Dios se lo pague —me dice, con
una sonrisa que hace que todo sea más fácil.
Pobre de mí, y yo que estaba preocupado.
Esta vez, aunque con menos tiempo del habitual, también logro disfrutar
de la visita. Hacemos turismo junto a la obra, pidiendo comida para llevar y
disfrutando de unos minutos en un marco incomparable: la puerta de entrada al
sur de Chile, la desembocadura del Biobío. Comer un bocadillo en la zona que los indios mapuches llamaban
“Hualpén”, que significa “mira a tu alrededor”, deja claro lo hermoso que debió de ser, con sus aves, ballenas y prados que se extienden desde los cerros
hasta las dunas de la playa de arena negra, de unos 300 metros.
Los jesuitas
sabían dónde asentarse. Cuando, a mediados del siglo XVIII, Carlos III les
expropió estas tierras, las cedió a Antonio de Santa María y Escobar, y los
títulos pasaron hasta su biznieto Pedro del Río Zañartu. El museo que recoge
los recuerdos de este chileno que dio la vuelta al mundo. Hoy, nosotros
llevamos imanes para la nevera de Ama.
En la desembocadura contraste entre las aguas tranquilas del rio y el
fuerte oleaje. Solo me puedo acordar de
Magallanes, un cachondo. ¡Mira que llamarlo Océano Pacifico! Sin duda, debía de
haber disfrutado de un momento de calma tras cruzar su estrecho, porque es
cualquier cosa menos sereno.
Están tratando de hacer la zona más atractiva para
los turistas: la hermosa cueva de los piratas ahora tiene calaveras, cofres,
espadas e incluso una cárcel de empalizada como decoración. Personalmente, me
gustaba más antes, pero para gustos, los colores.
El bocata del segundo dia lo disfruto en la playa de Ramuntcho, un poco más
lejos. La fiesta empieza al recorrer la pista, poniendome en su sitio las vertebras, casi de rally. Atravesando los distintos ecosistemas: humedales, pequeña zona de selva y bosques nativos.
Dejamos el coche y descendemos por un sendero de poco más de un kilómetro. A
pesar de todo, es un día de calma. Los árboles gigantes, arrancados por los fuertes
vientos del litoral, lo atestiguan.
Además de su belleza, esta playa tiene historia.
Aquí desembarcó en 1544
Juan Bautista Pastene, el primer extranjero en arribar, enviado por Pedro de
Valdivia. No eligió mal lugar el conquistador. Mientras disfruto de mi sándwich
de res y palta, veo a los marineros en la bahía, a escasos metros, izando redes
de pesca. Están tan cerca que puedo oírles, y las gaviotas rondando, buscando
las migajas que devuelven al mar.
En cuanto a la recomendación gastronómica, lo tengo claro. Repito en el
bonito restaurante Jazz (Calle Alonso García de Ramón 215, 4090000 Concepción),
de noble madera. Pruebo por primera vez “el sbagliato”. Según el experto
coctelero —una gozada escuchar a quien sabe—, fue una creación accidental: al
colocar mal las botellas, se cambió la ginebra del negroni por un espumoso.
Como bien sabes, hay órdenes de alejamiento que cumplo a rajatabla, pero es
difícil aprender en piel ajena, y la historia se repite.
Riquísimo "El gravlax" de salmón (en láminas con gel de maracuyá,
alcaparrón, rabanitos y mostaza) y "Los Enredados" (merluza con fetuccini y
gambas, con una jarrita para bañarlo con una muselina).
En lo que respecta al vuelo de regreso, noche de miedo cruzando el
charco, y no porque estén disfrazadas las azafatas con la moda de “javelin”, ni
por las incómodas turbulencias, que también, sino porque no pude pegar ojo en
todo el trayecto: ¡hablaban sin parar durante doce horas! Estridentes,
monótonos y agotadores.
—¿Habrá aprendido usted chino?
—me pregunta con guasa la sobrecargo.
Parece que tampoco ellos pudieron dormir.