Cuando por fin me permiten entrar a la sala Business, un gabacho con pinta de arquitecto bohemio se me acerca y, con una mezcla de curiosidad y descaro, me pide sacar fotos de mi maleta. Tiene solera, dice, como si fuera una pieza de museo en lugar de una simple compañera de viaje. Ya la tiene retratada desde todos los ángulos.
El tiempo pasa más rápido en Business. O tal vez sea la comodidad que adormece los sentidos. Lo cierto es que, tras un largo vuelo transoceánico compartido con una familia numerosa —al menos cinco niños que lloran, ríen y se pelean con la energía inagotable de la infancia—, aterrizamos en México.
Nada más poner un pie en Mérida, me doy cuenta de que ya me quedan pocos de esos “imprescindibles” turísticos por descubrir. Aun así, siempre hay rincones que siguen guardando sorpresas. Como el mercado Lucas de Gálvez, un caos vibrante donde se vende de todo: frutas exóticas, gallos, herramientas, especias y, a veces, algún pescado con no muy buena pinta, arrastrado por el calor y el paso del tiempo.
Sus puestos de comida ofrecen los sabores auténticos del día a día, muy
alejados de los platillos elaborados que sirven en los restaurantes, solo
reservados para las fiestas. No puedo resistirme y compro un poco de picante,
un ají de árbol suave que, con el tiempo, será lo que más use.
Manteniendo
nuestras tradiciones, hacemos un alto en el camino para un aperitivo en “La
Parrilla”: una margarita doble, grande, fría y perfecta para combatir el calor.
Solo uno, porque el segundo te condiciona la tarde, aunque tu cuerpo lo pida.
Luego,
almorzamos junto al Palacio de Gobierno, en La Picheta, con unas vistas que
hacen sentir privilegiado a cualquiera. Y, como siempre, la mejor opción
gastronómica:
- Tacos de cerdo Pelón en
tortilla de maíz azul, con cremoso de aguacate, cebolla morada, cilantro y
salsa de habanero.
- Risotto a la lima con salmón.
- Tacos de camarón con chilmole,
nipec, cremoso de aguacate crujiente de arroz y tortilla de maíz.
Para bajar
la comida, nada mejor que caminar entre las casonas del Paseo de Montejo
(curioso que mantengan el nombre del conquistador español que lideró la
conquista de Yucatán en el siglo XVI) hasta el Monumento a la Patria. Eso sí,
encontrar un paso de peatones para cruzar es una odisea, y la aventura se
convierte en un pequeño acto de temeridad. Justo cuando empiezo a cuestionar mi
prudencia, caen cuatro gotas que refrescan el ambiente. El aroma a tierra
mojada, ese inconfundible petricor, me transporta de golpe a los veranos de la
infancia.
Mérida sigue
teniendo esa magia de hacerme sentir como un visitante en este mundo, incluso
cuando ya creo haberlo visto todo.
En cuanto a
las recomendaciones gastronómicas, por poner un nuevo restaurante en un
palacete de altos techos, señorial: "Jose Rose. Vinos y cocina sin
reglas". Pero sí las hay: solo sirven caldos rosados en la carta. El
sommelier se pasa un poco de insistente, pinchando para que nos atrevamos a
pedir el chuletón de kilo (Porter House 950 gr a 2950$) con rosado, pero no nos
convence. La carne, digan lo que digan, y sobre todo de ese tamaño, debe ir con
tinto. Al final, comemos muy bien y nos sorprenden con dos entrantes por cuenta
de la casa que estaban espectaculares:
- Ceniza de berenjena con queso
de cabra y ceniza de cebolla.
- Amouse mus (algo que entretiene
la boca - piscolabis): falso capuchino de patata y trufa. ¡Brutal!
De platos
principales pedimos:
- Tiradito de hamachi, miso,
terso de aguacate, aceite de chiles. Una especie de atún muy bueno, frío.
- Tuétano rostizado: médula con
champiñones, tocino, puré de limón y terso de aguacate. ¡Riquísimo!
- Y de carne, un New York con jus
de ajo negro, ajo rostizado, papas trufadas y mantequilla de chapulín. Lo
mejor: el ajo, la salsa de ave y las papas, que estaban de 10.
No sabemos
si volveremos, pero siempre recordaré Mérida con cariño. Buenos tiempos para
cenar y horarios interminables de trabajo. Creo que es el primer lugar donde
empecé a disfrutar los margaritas, hace ya unos años.