Translate

martes, 26 de noviembre de 2024

Bélgica, escapada invernal a Gante y a Brujas, la joya medieval de Flandes .

Convaleciente, tocado por una molesta gripe y tras un buen susto, después del primer intento de aterrizaje interrumpido por un alarmante rayo, llegamos a Bruselas en una fría noche para sumergirnos en el espíritu navideño. 


La ciudad nos recibió con espectáculos de iluminación en diferentes puntos, aunque no siempre fáciles de localizar, y sus tradicionales mercados navideños, donde la cerveza se sirve como Dios manda: cada una, en su copa específica. Eso sí, parece que se confunden un poco al devolver la fianza.

Aunque nos habían advertido que Bélgica era muy cara, ahora que escribo estas líneas, me doy cuenta de que lo que realmente es caro, es el Bilbao turístico. Menos mal que tenemos cuatro perrillas.

 

Todo en Brujas está a pocos minutos caminando, exactamente a once minutos según el Google maps. Parece que damos vueltas sobre un mismo punto. A pesar de su tamaño reducido, la ciudad sorprende a cada paso con pequeños rincones medievales, tradiciones y particularidades que la hacen única. Sin embargo, algunas como el mercado del pescado o reliquias como la Sangre de Cristo puede que estén entrando en peligro de extinción.

 


Por cierto, a diferencia de otras capitales europeas, aún las tiendas de souvenirs no están dominadas por empresarios chinos o indios. El centro está lleno de tiendas de chocolate y cervezas. Si hay que recomendar una tienda, sería Pierre Marcolini, que parece una joyería. Justo enfrente está Galler Brugg, más económica, pero con buen producto y regentada por personal amable que incluso se esfuerza por hablar castellano.

Te ofrecen probar una trufa para que te animes. Probando, podrías ¡Podrías ponerte morado!




 

Pero realmente, lo que más me atrapa de la bellísima y cuidada ciudad, son sus bares. Solo por las tabernas merece la pena el viaje. Tascas con mucho encanto, escondidas en estrechos callejones, iluminadas por pequeños carteles que rezuman siglos de tradición. 



Tras una pequeña cata (de las doscientas que tiene solo podemos probar una treintena de cervezas), no se cual elegir, hay de todo: fuertes, suaves, dulces, amargas, achampañadas… Eso sí, la Kriek de cereza, qué cochinada.

Si tengo que elegir de la interesante lista que lleva el organizador del viaje, me quedo con los bares “De Garre” y  “Le Estaminet”.

 

En cuanto a la gastronomía, difícil olvidar la cena en De Gastro. Desde los caracoles (Wijngaardslakken) con ensalada, el delicioso steak tartar – uno de los mejores que he comido-, el carpaccio (Rundscarpaccio), el osso buco y sin olvidarnos de la deliciosa pierna de conejo en salsa de cerveza (Konijnenbout). Un lujo accesible y todo bien organizado para poder compartir entre los cuatro.

En el coche de alquiler, nos vamos a Gante. Es más amplia pero creo que tiene menos encanto, pero tiene unos cuantos lugares que merecen mucho la pena. Su castillo en pleno centro histórico es una maravilla. 



Disfrutar del aperitivo en la terraza escondida del restaurante Panda, lejos del bullicio, mientras vemos pasar las abarrotadas barcas por los canales, confirma que estamos haciendo las cosas bien.

 

Callejear sin prisa, descubrir rincones y reírnos un poco fue parte del encanto. Sin embargo, al desplazarnos por sus calles, notamos que los locales no son tan “ele-Gantes”, no tienen paciencia con los turistas. Los timbres de las bicicletas sonaban constantemente, y nuestras dudas sobre si movernos a la derecha o izquierda provocaron más de un enfado. 


Además de caminar (el tradicional “San Fernando”), puedes moverte en carruajes (70 €) o en los barcos por los canales (8 €).

 

En cuanto a la comida, la recomendación en Gante es más sencilla pero igual de deliciosa: t’Klok Huys Brasserie. Un restaurante muy agradable donde el codillo y el generoso roast beef, servidos sin lonchear, son un auténtico placer. Muy buen producto. Sin duda, volvería.


Groot Kanon - La curiosidad mató al gato


martes, 19 de noviembre de 2024

Mexicali, una de magia fronteriza

 


Hoy se celebra el inicio de la Revolución Mexicana de 1910: tras treinta años de dictadura, al grito de “Sufragio efectivo, no reelección”. Creo que, si los protagonistas de ese levantamiento vivieran hoy, volverían a alzarse, pero esta vez para dejar las armas. Ver las noticias en la televisión de la cafetería del aeropuerto de Mexicali provoca el deseo de irse rápido: balaceras, cadáveres, secuestros… y así sigue la lista. La impunidad se ha convertido en el mejor incentivo para pasarse al lado oscuro.


Una semana corta, pero intensa, como suelen ser los viajes últimamente. Seis estados mexicanos y cuatro estadounidenses, separados por un interminable muro que divide dos mundos, pero unidos irremediablemente por una necesidad mutua. Según me comentan, más de un millón de personas y unos trescientos mil coches cruzan legalmente la frontera. En Mexicali, el contaminado y colorido Río Nuevo parece funcionar como una barrera poco natural, marcada por descargas clandestinas, y lo único que se ve es un lado del muro metálico.

Está todo lleno de carteles de cirugía es tética y de clínicas para el implante de pelo. Parece que los gringos hacen turismo médico.

Esta vez sin tiempo material para poder ver nada nuevo, pero sí para disfrutar de su cultura gastronómica, saborear amaneceres y perseguir atardeceres que nos recuerdan que debemos salir de la obra.

En el lujoso restaurante "Mochomos", nos toca esperar en la barra a que se libre una mesa. A pesar del cansancio, el ambiente ofrece una oportunidad para conversar y saciar la curiosidad. Comenzamos por el nombre del lugar. Según el camarero, Mochomos hace referencia a unas hormigas con fuertes mandíbulas que cortan hojas, y que en Sinaloa dan nombre a la carne deshebrada de puerco.

Mientras tratamos de adaptarnos al cambio horario, junto a nosotros hay un maletín abierto, repleto de cartas, bolas, aros, pañuelos y demás trucos. Cada cierto tiempo, el mago se acerca y se prepara entre bambalinas, con una sonrisa que se va transformando en hartazgo y cansancio. Parece repetir la misma rutina, como si fuera parte de su trabajo diario: colocar monedas en bolsillos invisibles, ajustar muelles, barajas de cartas y comprobar los artilugios.

Cuando por fin comenzamos a cenar, y nos toca el turno, pequeñas sonrisas de complicidad. El artista ha dejado paso al trabajador de la barra, elegante bigote y alegría desbordante.

A pesar de haberlo visto antes, imposible seguirle, ni a tan corta distancia. Es más rápido que mis ojos cansados. Y por listillo, me hace un truco de cartas, sin soltar en ningún momento yo la baraja, que me deja en mi sitio completamente desconcertado. Imposible entender cómo lo hace. Pura magia.

Como anécdota curiosa, parece que los personajes importantes también tienen necesidades humanas. En el baño, un guardaespaldas, para quien yo nunca seré una amenaza, entreabre la puerta y me lo deja claro.

Como recomendación gastronómica el popular, "Mariscos los compadres". Una especie de Cervera, con ambiente familiar de domingo: raciones gigantescas y cervezas de litro. El pulpo a la brasa, por $385, es exquisito. Viene acompañado de tres deliciosos pimientos rellenos, camarones con verduras, ensalada, arroz y una gran patata rellena. 


Es fácil entender por qué los gringos pasan a este lado de la frontera.

 ¡Viva México, carajo!

 

 

viernes, 1 de noviembre de 2024

Contrastes en el Sur de Chile

 

Recién aterrizados, pasear por el desangelado y maltrecho centro de la ciudad no resulta muy alentador. Es un domingo de comercios vacíos y calles desiertas. Primavera y buen tiempo.  Son las elecciones municipales. Los dos bandos están en un empate técnico, y el temor a que la situación económica empeore aún más, pesa en el ambiente. 

Menos mal que terminamos en la alegre “isla” de la universidad: jardines bien cuidados, familias patinando y risas. Sobre todo, nosotros. Nos reímos un rato con la competición de espadas de luz (inspirada en La Guerra de las Galaxias).

Comer en la bonita terraza de La Cocina, en el barrio universitario de Concepción, es un lujo. Aunque el camarero no nos advierte que estamos pidiendo comida para el triple de comensales, lo cual nos evita aplicar la norma no escrita del 10 % de propina. La opulencia de la comida sobre la mesa —camarones crispy, trilogía de ceviches (mixto, de reineta con alcaparras, y de atún tropiconce) y seis quesadillas mixtas (tres veggie y tres de chancho)— contrasta con la realidad de la ciudad, mientras algunas miradas discretas y tristes de los transeúntes nos acompañan. Al terminar de comer, además de enfrentarnos a la gula y a la cara de decepción del mesero, salgo con una lujosa caja de comida para llevar, con las salsas incluidas.

La idea la tengo clara, difícil elegir al sintecho y como entrarle para no faltar al respeto. Mientras recorro los escasos metros pensando como elegir las palabras, me entra alguna duda por si hay desplantes. Solo con saludarle, se incorpora amablemente. El bulto enrollado, con la mirada perdida, se convierte en persona:

—¡Y calentitas! Dios se lo pague —me dice, con una sonrisa que hace que todo sea más fácil.

Pobre de mí, y yo que estaba preocupado.

Esta vez, aunque con menos tiempo del habitual, también logro disfrutar de la visita. Hacemos turismo junto a la obra, pidiendo comida para llevar y disfrutando de unos minutos en un marco incomparable: la puerta de entrada al sur de Chile, la desembocadura del Biobío. Comer un bocadillo en la zona que los indios mapuches llamaban “Hualpén”, que significa “mira a tu alrededor”, deja claro lo hermoso que debió de ser, con sus aves, ballenas y prados que se extienden desde los cerros hasta las dunas de la playa de arena negra, de unos 300 metros. 


Los jesuitas sabían dónde asentarse. Cuando, a mediados del siglo XVIII, Carlos III les expropió estas tierras, las cedió a Antonio de Santa María y Escobar, y los títulos pasaron hasta su biznieto Pedro del Río Zañartu. El museo que recoge los recuerdos de este chileno que dio la vuelta al mundo. Hoy, nosotros llevamos imanes para la nevera de Ama.



En la desembocadura contraste entre las aguas tranquilas del rio y el fuerte oleaje.  Solo me puedo acordar de Magallanes, un cachondo. ¡Mira que llamarlo Océano Pacifico! Sin duda, debía de haber disfrutado de un momento de calma tras cruzar su estrecho, porque es cualquier cosa menos sereno.

 Están tratando de hacer la zona más atractiva para los turistas: la hermosa cueva de los piratas ahora tiene calaveras, cofres, espadas e incluso una cárcel de empalizada como decoración. Personalmente, me gustaba más antes, pero para gustos, los colores.

El bocata del segundo dia lo disfruto en la playa de Ramuntcho, un poco más lejos. La fiesta empieza al recorrer la pista, poniendome en su sitio las vertebras, casi de rally.  Atravesando los distintos ecosistemas: humedales, pequeña zona de selva y bosques nativos. Dejamos el coche y descendemos por un sendero de poco más de un kilómetro. A pesar de todo, es un día de calma. Los árboles gigantes, arrancados por los fuertes vientos del litoral, lo atestiguan.

Además de su belleza, esta playa tiene historia. 

Aquí desembarcó en 1544 Juan Bautista Pastene, el primer extranjero en arribar, enviado por Pedro de Valdivia. No eligió mal lugar el conquistador. Mientras disfruto de mi sándwich de res y palta, veo a los marineros en la bahía, a escasos metros, izando redes de pesca. Están tan cerca que puedo oírles, y las gaviotas rondando, buscando las migajas que devuelven al mar.

En cuanto a la recomendación gastronómica, lo tengo claro. Repito en el bonito restaurante Jazz (Calle Alonso García de Ramón 215, 4090000 Concepción), de noble madera. Pruebo por primera vez “el sbagliato”. Según el experto coctelero —una gozada escuchar a quien sabe—, fue una creación accidental: al colocar mal las botellas, se cambió la ginebra del negroni por un espumoso. Como bien sabes, hay órdenes de alejamiento que cumplo a rajatabla, pero es difícil aprender en piel ajena, y la historia se repite.

Riquísimo "El gravlax" de salmón (en láminas con gel de maracuyá, alcaparrón, rabanitos y mostaza) y "Los Enredados" (merluza con fetuccini y gambas, con una jarrita para bañarlo con una muselina).



En lo que respecta al vuelo de regreso, noche de miedo cruzando el charco, y no porque estén disfrazadas las azafatas con la moda de “javelin”, ni por las incómodas turbulencias, que también, sino porque no pude pegar ojo en todo el trayecto: ¡hablaban sin parar durante doce horas! Estridentes, monótonos y agotadores.

 —¿Habrá aprendido usted chino? —me pregunta con guasa la sobrecargo.

 Parece que tampoco ellos pudieron dormir.