Hasta el último momento, las dudas me asaltaban. No terminaba de decidirme, con la imagen de Caronte rondando en mi mente, a partir hacia México.
El país vuelve a enamorarme, ... si es que se me conquista fácil por el estómago. Muchas vueltas en la cama, por el cambio horario. Al alba, recorrer las calles de Valladolid es una experiencia serena, casi mágica. La ciudad despierta lentamente, y las calles se van llenando de vida.
En el Mercado de Donato Botes, me sorprendió que la señora del puesto de ají —no consigo recordar su nombre maya— aún se acordara de mí. Cuando fui a reponer mis existencias, me saludó con una sonrisa.
—¿Ya se le terminó? —me dijo con picardía—. Debe tener muchas cocineras en casa.
Estoy seguro de que me recuerda por las largas horas que
paso eligiendo entre las decenas de variedades que ofrece en su puesto —ají de
árbol, habanero, serrano, entre otros—, y por las preguntas que le hago sobre
cómo manejar cada uno de ellos.
El trabajo en la obra de Yucatán es duro, sobre todo con la humedad y el calor que parecen desafiar cada momento del día. Siempre estoy empapado de sudor, llegando a cambiarme de ropa hasta tres veces diarias. Es extraño, las lluvias persisten y los mosquitos acechan, convirtiendo cada día en una especie de ruleta rusa: dengue, zika, chikungunya. Mis mejores aliados: el repelente, la ropa que me cubre bien, y aunque no me guste, el aire acondicionado.
Este viaje tiene un toque particular: una plaga de escarabajos. Son preciosos, pero debo tener cuidado, ya que tienen glándulas que segregan un líquido maloliente como mecanismo de defensa. Mejor evitarlos y no pisarlos.Cada noche, la ciudad invita a pasear antes de cenar. ¡Qué bien se come en Valladolid! Una de mis rutas favoritas es por la colorida Calzada de los Frailes, que nos lleva hasta el Convento de San Bernardino de Siena. Esta imponente construcción del siglo XVII más parece una fortaleza que un convento, reflejando la desconfianza que los frailes quizá sentían hacia sus feligreses. Los confesionarios son verdaderamente curiosos.
Con el cambio de horario en la reunión de cierre, nos
sobran un par de horas antes de ir al aeropuerto. Decidimos escaparnos a
Chichén Itzá, aunque sea al mediodía, cuando el calor es más sofocante. Esta
vez, vengo preparado: dos botellas de agua y un sombrero de paja, el más
barato, pero efectivo. Algunos lo consideran demasiado femenino, pero me
protege perfectamente del sol y evita que termine pareciendo un cangrejo.
La visita a Chichén Itzá vale cada gota de sudor. Es una
de las maravillas del mundo, una ciudad maya impresionante, uno de los sitios
arqueológicos más grandes y mejor conservados del planeta. El calor es tan
intenso que dudo que olvide las cervezas que nos tomamos al salir;
literalmente, nos salvaron la vida.
En cuanto a la gastronomía, debo recomendar “El Paladar
del Cura,” junto al monasterio, en la calle del fraile. Aunque tienen una
terraza, sabiamente nos sugirieron una mesa con un suave aire acondicionado y
vistas al monasterio. Las raciones son generosas, así que mejor pedir un solo
plato por persona.
Preciosa la fotografía de la cotidianidad…
ResponderEliminarEl hombre entrando en casa y la mujer con la bicicleta.
Tranquila y en México