Por fin de vuelta. Triste y cansado, intento no dormirme en el primer avión rumbo a casa. En obra han ayudado y el trabajo se ha repartido bien, pero por una cosa o por otra el viaje ha sido cuesta arriba. He dormido poco, dando vueltas en una cama King Size que nos asignaron porque, en el check-in, pensaban que la pareja auditora dormiría junta. Qué permisiva está ahora Arabia… No hay que pensar tanto.
En el control de seguridad hemos visto la muerte demasiado cerca. A un hombre le estaban practicando RCP los servicios de emergencia, pero su expresión dejaba claro que solo un milagro podría salvarlo. Mientras peleaban por su vida, los agentes ni siquiera apartaron a la gente: las colas de indios y pakistaníes avanzaban como si nada. Estrés, prisas, deshumanización. No han cambiado. Hay personas de segunda y de tercera. Pensé en lo duro que debía de ser llegar a la salida del país y caer fulminado allí mismo. Años sin volver a casa, viviendo con la ilusión de regresar… y adiós muy buenas. Qué suerte tenemos de estar en el lado bueno de la vida.
Ya en el avión, hago repaso. Parece que ha
pasado una eternidad desde que nos separamos, rompiendo tradiciones. Pocos
días, pero largos. Salí arrastrando la maleta —que por una vez preparé yo
mismo— con una extraña sensación de incertidumbre. Y viéndote pachucha, tampoco
ayudaba. Así fueron pasando los días…
El viaje, como últimamente, ha sido un visto y
no visto. Cuando me dijeron que me alojarían en el cinco estrellas Half Moon Bay, en pleno desierto saudí, me
dejé llevar: bahía, palmeras, brisa marina, amaneceres filtrados por el polvo
del desierto, lujo para desconectar después del trabajo. Pero la realidad,
caprichosa y con sentido del humor, decidió otra cosa. El hotel no estaba en
primera línea de playa y había que caminar casi diez minutos por unos supuestos
“bungalós paradisíacos” en los que no se veía un alma. Además, llegamos justo
en una semana de niebla espesa que envolvía la costa de Al Khobar . El sol
debía estar ahí, detrás de la bruma, pero apenas se adivinaba. El escenario
perfecto para un hotel que en su día fue lujoso y ahora sobrevive como puede.
Da grima tanta desolación: pasillos largos, moquetas llenas de manchas, un aire
de arqueología hotelera con demasiadas estrellas.
La visita a la piscina fue otro capítulo digno. Nos explicaron solemnes los turnos: primero mujeres, luego hombres. Normas estrictas, como si entráramos a un spa exclusivo. Y al llegar… la piscina estaba vacía. Ni agua, ni un charco. Solo un hueco azul y triste, tan seco como el mueble bar del hotel.
Para cenar, otro golpe de realidad. El hotel
“de lujo” no tenía restaurante; solo room
service. En un acto de fe —o de inconsciencia— pedí un Chicken Shawarma. Error. Pasé la noche
repitiéndolo, o quizá él me repitió a mí, en un bucle interminable. Ya no estoy
para esas cenas.
Y para rematar, la última noche: la de
Champions. Yo solo quería ver al Athletic contra el PSG, el campeón actual.
Pero allí estaba, atrapado bajo la dictadura blanca de la pantalla gigante. Por
suerte el chino en el móvil funcionó. Justo en ese hotel vacío, van y aparecen
un par de madridistas. Imagino que no se fueron muy felices. Yo me acosté
pasada la una y media, todavía con las pulsaciones altas por el empate que
conseguimos gracias a un portero excepcional. A las cinco y media, el
despertador como si nada. Qué sueño.
Así que ahora, en el avión, toca aguantar y no
dormirse, no vaya a ser que pierda los enlaces. El vuelo Dammam–Doha es muy
corto y una cabezada puede destrozarme.
La recomendación gastronómica, justo ahora, antes
de ir al aeropuerto: el restaurante Como
Seafood — مطعم كومو للمأكولات البحرية en Custodian of The Two Holy
Mosques Rd, Al Sahil (Al Khobar). Muy rico el pescado Sheiry a la plancha con especias árabes y el Mix appetiser. Sabroso y bien de precio.
Hay que dar gracias y disfrutar cada día. RIP.























