Llegamos en un mal día.
Coincidía con el antes llamado “Día del Respeto por la Diversidad Cultural”,
ahora rebautizado como “Día de la Raza”, “de la Hispanidad” y, para nosotros, “el
cumpleaños de Ibon”. En Buenos Aires, muchas calles cortadas por las
celebraciones; difícil ir de un aeropuerto al otro. Parece que ahora Colón ha
sido parcialmente redimido: ya no lo tienen desterrado a las afueras, mirando
al mar. En los videos oficiales de la Casa Rosada se nota el cambio. Sospecho
que a ti te habrían indignado. Me quedaron grabadas un par de frases:
· “La
civilización prevaleció sobre el salvajismo y el orden sobre el caos.”
· “Conmemoramos
el inicio de algo mucho más grande que nosotros: la civilización occidental.
Porque sin raíces, no hay futuro. Hoy más que nunca honremos este legado que
tanto costó construir.”
Desde fuera, impacta ver cómo ha cambiado el país en menos de dos años. Los
taxistas —mi termómetro local— dicen que están peor: trabajan más horas para
ganar lo mismo. Pero, entre risas, dicen que ha bajado el consumo de
ansiolíticos. Los precios están altísimos, sí, pero al menos ahora puedes
prever lo que costarán los medicamentos y organizarte. Las subidas ya son
escalonadas, en torno al 2 % mensual.
Al aterrizar en Trelew, teníamos contratado un
traslado. Dos largas horas por la Ruta Nacional N.º 3, recorriendo la Patagonia
costera. Es la segunda ruta más larga del país, con doble carril en gran
parte... aunque todavía sin terminar. Mario, el conductor, me lo cuenta con
ironía:
—Hace 18 años que dicen que la están terminando. Aún queda mucho por hacer.
No me imaginaba que el paisaje sería tan
árido. Con algo de insistencia —porque la carrera ya estaba pagada y no quería
volver de noche— conseguimos desviarnos unos 20 km para ver la costanera y,
quizás, alguna ballena. Llegamos a Puerto Madryn. No nos quedamos a tomar el
famoso té galés ni a probar sus tortas (le llevo una a Ama), y eso que era hora
de merienda. Mucho ambiente de domingo largo: familias paseando junto al mar.
Paramos el coche para mirar el horizonte… A lo lejos, tal vez una ballena, tal
vez un submarino. En la obra me muestran videos espectaculares del avistaje. Me
da rabia: por 15 km más , hasta El Doradillo, habría podido disfrutarlo en condiciones. Pero no tenía
efectivo suficiente para hacerme entender… un buen apretón de manos de los míos
habría bastado. Parezco un principiante.

Nos alojamos literalmente en medio de la nada:
una zona en expansión, un hotel modular recién construido y una mina abandonada
de fondo. Inauguramos la habitación. Se nota que el personal aún no está
cansado: hacen todo por agradar. La semana se pasa volando. Mucho trabajo,
ningún restaurante cerca donde disfrutar de un buen asado. Para colmo, todos
firmaron la política de “cero alcohol”… un error, considerando los excelentes
vinos mendocinos. Pero bueno.
La estepa patagónica: viento constante y polvo
que te impide incluso pasarte la mano por el pelo. Baños de arena. Quizás por
eso lo llaman Playas Doradas.
Lo mejor, los paseos mañaneros por la playa. Ver amanecer mientras la fauna se
despereza bajo mis pies. Zorros, liebres, lechuzas y todo tipo de aves marinas…
Me miran como preguntándose quién soy. No huyen enseguida: saben que el intruso
soy yo.
El regreso a Buenos Aires, un pequeño caos.
Como si me lo hubiera organizado un enemigo.
Nos recogen en Playas Doradas a las 2:30 de la mañana. Algunos baches todavía
los llevo clavados en la espalda. El conductor pega un par de volantazos
peligrosos, pero mejor no decir nada para que no se distraiga más. Dos horas
hasta Trelew, con una compañera de viaje que no dejó de toser en todo el
trayecto. Mario, vuelve a ser nuestro conductor, no aguanta más. Un poco de
tensión: suelta el volante, se da vuelta y le ofrece pastillas de miel. Ella,
somnolienta, ni se entera.
Esperamos un par de horas en el aeropuerto y
volamos a Buenos Aires, donde teníamos una escala de nueve horas… que
desaprovechamos por completo. Entre “ponte bien” y “quítate esas pajas”, solo
nos recomiendan estar unas cuatro horas en la ciudad, por los atascos.
Alex me había dejado un plan brillante: parrilla en San Telmo, chorizo,
chinchulines, un corte fuera de los habituales de nuestra carta, vino, sifón,
chimichurri y flan con dulce de leche. Pero no… me da por tomar el bus
turístico.
Desde el principio, pinta rara. Pregunto si
pasa por el aeropuerto y me responden:
—Va a la Monumental.
Yo, todo confiado:
—¿Eso es una plaza de toros?
Cara de “¿me estás tomando el pelo porque sos de Boca o sos así?”.
Debería haberme bajado en el primer atasco. Del estadio de River a la
Bombonera pasaron casi cuatro horas. Ahí me entero de que ambos equipos tenían
originalmente los mismos colores, pero se los jugaron en un partido que River
ganó. Como castigo, Boca tuvo que cambiar los suyos y adoptó los colores azul y
amarillo, inspirados en la bandera del primer barco que entraba al puerto: uno
sueco. River, en cambio, mantuvo su camiseta blanca con la icónica banda roja.
(Eso dicen)
Desde arriba del bus, la ciudad se ve más
triste. Mucha pobreza, mucho control: policías pidiendo papeles. Gente
durmiendo en la calle, entre marquesinas y aceras, ante la indiferencia
resignada de quienes ya no los ven. Pancartas de sindicatos. Campañas contra el
antisemitismo. Adolescentes paseando jaurías de perros que saltan entre sus
piernas.
La ciudad me parece un poco más melancólica. ¿Será la musiquita de tango y
milonga que no para en el autobús? Las únicas sonrisas: unos niños que se ríen
de mí, el barbudo solitario con bandana. Me saludan entre risas, lanzando besos
y haciendo corazones con las manos. Algo sabían.
Después de ver la Bombonera, se confirma que
nos subimos al bus equivocado. Avería al canto. El recorrido se desvía por calles estrechas,
menos turísticas. Más saludos, más risas. Más pobreza. El bus termina yendo… al
taller.
—Son cinco minutos —nos dicen.
Total, ni tiempo para comer. Con las horas
justas, volvemos al aeropuerto de Ezeiza, donde teníamos un traslado contratado
hacia el otro aeropuerto.
En cuanto a la recomendación gastronómica,
imposible. Esta vez no hemos comido como se debe. No ha estado mal, pero no
hemos parado ni un momento. Igual, por destacar algo, las empanadas argentinas
en el aeropuerto, bajo un enorme árbol dorado. Ni me acuerdo del nombre del
restaurante. Tampoco es relevante. Si vuelvo, prometo sobornar a Mario a
tiempo, evitar buses turísticos piratas y dejar tiempo suficiente en el
programa de viajes para un buen asado con vino mendocino.