viernes, 17 de octubre de 2025

Viaje a la estepa patagónica y ni rastro de pingüinos


Llegamos en un mal día. Coincidía con el antes llamado “Día del Respeto por la Diversidad Cultural”, ahora rebautizado como “Día de la Raza”, “de la Hispanidad” y, para nosotros, “el cumpleaños de Ibon”. En Buenos Aires, muchas calles cortadas por las celebraciones; difícil ir de un aeropuerto al otro. Parece que ahora Colón ha sido parcialmente redimido: ya no lo tienen desterrado a las afueras, mirando al mar. En los videos oficiales de la Casa Rosada se nota el cambio. Sospecho que a ti te habrían indignado. Me quedaron grabadas un par de frases:

·       “La civilización prevaleció sobre el salvajismo y el orden sobre el caos.”

·       “Conmemoramos el inicio de algo mucho más grande que nosotros: la civilización occidental. Porque sin raíces, no hay futuro. Hoy más que nunca honremos este legado que tanto costó construir.”

 

Desde fuera, impacta ver cómo ha cambiado el país en menos de dos años. Los taxistas —mi termómetro local— dicen que están peor: trabajan más horas para ganar lo mismo. Pero, entre risas, dicen que ha bajado el consumo de ansiolíticos. Los precios están altísimos, sí, pero al menos ahora puedes prever lo que costarán los medicamentos y organizarte. Las subidas ya son escalonadas, en torno al 2 % mensual.

Al aterrizar en Trelew, teníamos contratado un traslado. Dos largas horas por la Ruta Nacional N.º 3, recorriendo la Patagonia costera. Es la segunda ruta más larga del país, con doble carril en gran parte... aunque todavía sin terminar. Mario, el conductor, me lo cuenta con ironía:
—Hace 18 años que dicen que la están terminando. Aún queda mucho por hacer.

No me imaginaba que el paisaje sería tan árido. Con algo de insistencia —porque la carrera ya estaba pagada y no quería volver de noche— conseguimos desviarnos unos 20 km para ver la costanera y, quizás, alguna ballena. Llegamos a Puerto Madryn. No nos quedamos a tomar el famoso té galés ni a probar sus tortas (le llevo una a Ama), y eso que era hora de merienda. Mucho ambiente de domingo largo: familias paseando junto al mar. Paramos el coche para mirar el horizonte… A lo lejos, tal vez una ballena, tal vez un submarino. En la obra me muestran videos espectaculares del avistaje. Me da rabia: por 15 km más , hasta El Doradillo, habría podido disfrutarlo en condiciones. Pero no tenía efectivo suficiente para hacerme entender… un buen apretón de manos de los míos habría bastado. Parezco un principiante.


Nos alojamos literalmente en medio de la nada: una zona en expansión, un hotel modular recién construido y una mina abandonada de fondo. Inauguramos la habitación. Se nota que el personal aún no está cansado: hacen todo por agradar. La semana se pasa volando. Mucho trabajo, ningún restaurante cerca donde disfrutar de un buen asado. Para colmo, todos firmaron la política de “cero alcohol”… un error, considerando los excelentes vinos mendocinos. Pero bueno.

La estepa patagónica: viento constante y polvo que te impide incluso pasarte la mano por el pelo. Baños de arena. Quizás por eso lo llaman Playas Doradas.
Lo mejor, los paseos mañaneros por la playa. Ver amanecer mientras la fauna se despereza bajo mis pies. Zorros, liebres, lechuzas y todo tipo de aves marinas… Me miran como preguntándose quién soy. No huyen enseguida: saben que el intruso soy yo.

El regreso a Buenos Aires, un pequeño caos. Como si me lo hubiera organizado un enemigo.
Nos recogen en Playas Doradas a las 2:30 de la mañana. Algunos baches todavía los llevo clavados en la espalda. El conductor pega un par de volantazos peligrosos, pero mejor no decir nada para que no se distraiga más. Dos horas hasta Trelew, con una compañera de viaje que no dejó de toser en todo el trayecto. Mario, vuelve a ser nuestro conductor, no aguanta más. Un poco de tensión: suelta el volante, se da vuelta y le ofrece pastillas de miel. Ella, somnolienta, ni se entera.

Esperamos un par de horas en el aeropuerto y volamos a Buenos Aires, donde teníamos una escala de nueve horas… que desaprovechamos por completo. Entre “ponte bien” y “quítate esas pajas”, solo nos recomiendan estar unas cuatro horas en la ciudad, por los atascos.
Alex me había dejado un plan brillante: parrilla en San Telmo, chorizo, chinchulines, un corte fuera de los habituales de nuestra carta, vino, sifón, chimichurri y flan con dulce de leche. Pero no… me da por tomar el bus turístico.

Desde el principio, pinta rara. Pregunto si pasa por el aeropuerto y me responden:
—Va a la Monumental.
Yo, todo confiado:
—¿Eso es una plaza de toros?
Cara de “¿me estás tomando el pelo porque sos de Boca o sos así?”.



Debería haberme bajado en el primer atasco. Del estadio de River a la Bombonera pasaron casi cuatro horas. Ahí me entero de que ambos equipos tenían originalmente los mismos colores, pero se los jugaron en un partido que River ganó. Como castigo, Boca tuvo que cambiar los suyos y adoptó los colores azul y amarillo, inspirados en la bandera del primer barco que entraba al puerto: uno sueco. River, en cambio, mantuvo su camiseta blanca con la icónica banda roja. (Eso dicen)

Desde arriba del bus, la ciudad se ve más triste. Mucha pobreza, mucho control: policías pidiendo papeles. Gente durmiendo en la calle, entre marquesinas y aceras, ante la indiferencia resignada de quienes ya no los ven. Pancartas de sindicatos. Campañas contra el antisemitismo. Adolescentes paseando jaurías de perros que saltan entre sus piernas.



La ciudad me parece un poco más melancólica. ¿Será la musiquita de tango y milonga que no para en el autobús? Las únicas sonrisas: unos niños que se ríen de mí, el barbudo solitario con bandana. Me saludan entre risas, lanzando besos y haciendo corazones con las manos. Algo sabían.

Después de ver la Bombonera, se confirma que nos subimos al bus equivocado. Avería al canto.  El recorrido se desvía por calles estrechas, menos turísticas. Más saludos, más risas. Más pobreza. El bus termina yendo… al taller.
—Son cinco minutos —nos dicen.


Total, ni tiempo para comer. Con las horas justas, volvemos al aeropuerto de Ezeiza, donde teníamos un traslado contratado hacia el otro aeropuerto.


En cuanto a la recomendación gastronómica, imposible. Esta vez no hemos comido como se debe. No ha estado mal, pero no hemos parado ni un momento. Igual, por destacar algo, las empanadas argentinas en el aeropuerto, bajo un enorme árbol dorado. Ni me acuerdo del nombre del restaurante. Tampoco es relevante. Si vuelvo, prometo sobornar a Mario a tiempo, evitar buses turísticos piratas y dejar tiempo suficiente en el programa de viajes para un buen asado con vino mendocino.



1 comentario:

  1. Mira que hay autobuses turísticos y vas a montar en el trucho

    ResponderEliminar